lunes, 22 de marzo de 2010

El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenia un carácter alegre y le gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche, y si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola, para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró esa esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo (Como aconsejan los libros de zoología), tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quien lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del pájaro Roc, o si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o si lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.

- Marco Denevi -

No hay comentarios:

Publicar un comentario